lunes, 30 de noviembre de 2015

Aligerando peso


Hacía mucho tiempo que no escribía en el blog. No me entretendré en excusas huecas.
Este blog empezó como un intento de descifrar las estructuras emocionales que causan las enfermedades (en mi caso, averiguar qué concatenación de acontecimientos me trajeron a la vivencia de la fibromialgia y el Síndrome de fatiga crónica). La idea era aportar optimismo y, sobre todo, la certeza de que se puede salir adelante minimizando los síntomas e incluso eliminándolos por completo si pasábamos del victimismo y la impotencia a la posibilidad de que otras vías son posibles.
No he escrito durante un tiempo porque me sentía incapaz de aportar esa dosis de fe en el cambio. Pero ahora, tras una profunda reflexión, siento que el optimismo forzado no es más que una máscara y que desde la Verdad de lo que uno siente (incluidas las emociones negativas) también puedo ofrecer información relevante para la sanación de las personas.
Si solo escribiese cuando siento optimismo estaría tratando al lector como a un estúpido necesitado de que le afirmen que todo va a ir bien, convirtiéndome así en un producto de venta sanadora similar a un ansiolítico del que dependan los demás.
No; no siempre creo que la sanación es posible (muchas veces pierdo la fe), pero dejo la puerta abierta a la posibilidad, esa puerta nunca la he cerrado. La confianza en que todo es posible no la he perdido jamás, aunque el ruido que mi mente genera, muchas veces no me deja vislumbrar la puerta para poder atravesarla.

Llegados a este punto tenía que tomar decisiones.
¿Cómo puedo disminuir el ruido que me paraliza?-me pregunté.
La respuesta me vino enseguida: eliminando situaciones inútiles en mi vida que me obligan a estar atento a cosas externas a mi propia sanación.

Hice una revisión de en cuántas redes sociales andaba metido y me sorprendí. Facebook, Pinterest, Instagram, Linkedin, Apalabrados, Preguntados, además de gestionar dos blogs, atender al correo electrónico, a las llamadas de móvil, de fijo y de abrir al cartero cuando llamaba a mi puerta. Me pareció una locura total y fui tajante, tal vez impulsivo: me dí de baja en todas las redes sociales.
Por un momento me invadió una sensación de vértigo, pero apenas duró unas horas. Enseguida la inquietud se transformó en una sensación de bienestar y, sobre todo, de liberación. Ya no tenía que contestar los mensajes de tanta gente, ni decir en público que me gusta tal o cual evento, ni aceptar solicitudes de amistad de personas que no había visto en mi vida (en Facebook llegué a tener 1200 “amigos”, una verdadera locura).
Desde hace 48 horas el tiempo que dedicaba a atender eventos absurdos lo invierto en escuchar a Bach, en leer artículos que estimulan mis ganas de desarrollar mi propio proyecto de sanación y en escribir artículos como éste.

¿Estoy sugiriendo que todo aquel que busque una vida más sana y feliz ha de cortar sus vínculos en las redes sociales?: NO.
Estoy contando, con toda sencillez y humildad, lo que yo he decidido hacer y que, de momento, me está sentando bien.
Si alguien tiene la sospecha de que también le puede ayudar el perder menos tiempo en esos vínculos, le animo a hacerlo, le animo a atravesar ese pequeño vértigo para alcanzar, cuanto menos, un espacio de tiempo que antes tenía invadido por otras situaciones.

Creo que la vida es más alegre, y consecuentemente más saludable, si tenemos un propósito. Si el propósito es sanarse uno mismo y echar una mano a los demás en su camino, la alegría se multiplica. Para acercarme de nuevo a ese propósito, una de las técnicas que he aplicado ha sido la de eliminar ruido innecesario. Si crees que a ti también te puede ayudar, te animo a que des el salto. Fuera del ruido hay una vida espectacular esperándote.

Buen viaje.

jueves, 3 de septiembre de 2015

Lo que sucede


Soy hijo de catalán y nieto de catalanes. En casa de mis abuelos no se hablaba el castellano. Amo Cataluña y estoy hecho un lío. Mientras allí deshojan la margarita de la independencia, miles de personas se hacinan en las fronteras de nuestra "amada" y "civilizada" Europa huyendo de las guerras que arrasan sus países. En Hungría despliegan cientos de kilómetros de alambradas en tiempo récord y colocan al ejército en la estación central para evitar que ciudadanos QUE HAN COMPRADO EL BILLETE suban a los trenes que se dirigen hacia Alemania. El cadáver de un niño aparece flotando, junto al de su madre, en una bonita playa veraniega. Mientras todo esto esto sucede, Barak Obama participa en un reality show tipo "Supervivientes" para, según él, alertar del grave peligro de la explotación industrial del Ártico. Mientras Barak luce palmito cincuentón en Alaska, un hombre DE 71 AÑOS, en Móstoles, le abre la cabeza a su mujer de un hachazo. Al mismo tiempo detienen en Rumanía al presunto asesino de otras dos mujeres de Cuenca. Mientras detienen a este tipo, una empresa química revienta en un suburbio chino contaminando e infectando a un montón de personas que vivían a las puertas de una auténtico polvorín. Mientras los médicos chinos se desesperan intentando curar a los infectados, el Papa de Roma dice que durante el próximo año, y sólo durante el próximo año (como una oferta de Zara), las mujeres que han abortado podrán ser perdonadas si se arrepienten de lo que hicieron. Y mientras todo esto sucede, yo escribo una obra de teatro que se estrena en octubre.¿Qué está pasando? ¿Dónde me perdí?

viernes, 21 de agosto de 2015

El optimismo

Creo que ya lo dije un día, pero me reafirmo: La vida es un sistema de espejos. Cada persona que tenemos enfrente es un lugar donde mirarnos y encontrar aquello que somos, no por lo que dice de nosotros (lo cual no son más que opiniones basadas en creencias), sino por aquello que dice pensar sobre la existencia, el universo, las relaciones...etc. En algunas de estas opiniones nos veremos reflejados y en otras no. Y al final todas ellas, unas y otras, resultan ser falsas porque las juzgamos desde la tiranía miedosa de nuestro ego, y eso produce mucha risa.

Todos forjamos ciertas opiniones sobre lo que nos rodea y tendemos a etiquetarlo de manera que armamos un esquema ideológico en el cual nos movemos creyéndolo cierto e inamovible. Vendría a ser nuestro mapa con el que andar por la vida. Cuando alguien pone en cuestión el mapa que hemos ido trazando día a día reaccionamos más o menos airadamente, según el estado de ánimo del momento o según lo férreas que sean nuestra creencias.

Cuando era un jovencito arrogante, cosa que algunos dicen sigo siendo (arrogante, no jovencito), reaccionaba muy bruscamente cuando alguien me movía el mapa. Pero el tiempo me ha ido amansando y me ha hecho comprender que el mapa no es el territorio, y que soy yo el que construye el territorio desde la verdad de mi alma y no desde las creencias de mi cerebro.
Tanto el hacer como el no hacer construye un territorio. Desde la acción construimos territorios vivos, desde la pasividad construimos desiertos. Y yo, que soy un urbanita nato, si me dan a elegir, me quedo con la huerta antes que con el desierto. Intento estar en la acción más que en la pasividad sea cual sea mi estado físico o mental.

Cuando uno tiene fibromialgia nunca sabe cómo se va a levantar. Lo normal es que las mañanas sean lo peor. Levantarse de la cama puede ser algo así como subir el Everest sin ayuda de oxígeno y con una mochila de 150 kilos a la espalda.
Pero a pesar de todos los condicionantes, uno puede elegir la acción. Eso sí, la acción coherente con lo que tu cuerpo y tu mente puedan dar ese día. Eso es lo más difícil, distinguir la delgada linea roja que separa lo que puedes hacer de lo que crees que puedes hacer.
Yo he llegado a nadar cincuenta piscinas algunos días en los que debería haberme quedado en la cama. Y entonces...¿por qué lo hacía? Porque el ego me empujaba a hacer aquello que, evidentemente, no podía. La consecuencia de esas cincuenta piscinas eran tres días en la cama sin poder mover ni las pestañas.
El ego es muy traicionero, y su tendencia es engañarnos.

Hoy me he levantado muy cansado. Es uno de esos días en los que, como mucho, podré terminar este escrito y poco más. Ayer me tuve que tomar dos antihistamínicos porque la urticaria (asociada muchas veces a la fibromialgia) me atacó por todo el cuerpo. Tomar antihistamínicos te alivia en una hora todo el escozor de la urticaria, pero también te garantiza que al día siguiente serás un zombi. Y aquí me tenéis, hecho un zombi, intentando dar sentido a este escrito que pretendía hablar sobre el optimismo.

Si algo me ha demostrado esta enfermedad es que yo, que me consideraba un nihilista oscuro y de vuelta de todo, soy un optimista irreductible. Vaya sorpresa.

He conocido muchas personas que están atravesando su camino “fibromiálgico”. Unas lo llevan con dignidad y cierta alegría, pero muchas se abandonan a la no acción. He visto madres que lloraban amargamente por no poder jugar con sus hijos pequeños, he conocido personas que renunciaban a su profesión, que ejercían con pasión, porque el cuerpo no les daba para moverse. He conocido mucho dolor y también he conocido mucha fuerza vital dentro de la debilidad física. La tristeza, el rencor o la rabia dentro de las dificultades, no son más que opciones. La alegría, la felicidad y la serenidad también lo son. Me quedo con ellas.

Toda dificultad implica una toma de decisión, una toma de consciencia, una toma de tierra.

Antes de la fibromialgia, y esto mis amigos lo saben bien, siempre me movía en bicicleta por mi ciudad. No importaba si llovía o si los termómetros marcaban cuarenta grados a la sombra. Llegué a tener cinco bicicletas diferentes. Siempre dije que cada bicicleta estaba diseñada para un estado de ánimo, y cada estado de ánimo te pedía un ritmo diferente.
Llegó un momento en el que no podía ni pedalear encima de mi bicicleta más ligera. Había que tomar una decisión. Y la decisión fue tomada. Vendí todas mis bicis menos una de ellas, la más polivalente. Me la quedé por si algún día podía pedalear de nuevo. Además el dinero me vino bien porque llevaba más de un año sin poder trabajar y los autónomos no tenemos paro ni baja de ningún tipo.
Pero entonces, ¿cómo me iba a mover? Hacía veinte años que la bicicleta era mi forma de transporte habitual y caminar más de cien metros me resultaba imposible.
Valoré el uso del transporte público pero mi cansancio era tal que no me permitía ni llegar a la parada del autobús. Valoré ir en taxi a todos lados, pero mi capacidad económica me lo impedía. Valoré ir en coche, pero también lo tuve que vender para sacar el dinero con el que pagar mi vida cotidiana y la medicina privada, ya que la pública no me daba soluciones.
Y por fin vino la respuesta: con lo que obtuve de vender el coche tenía dinero suficiente para comprarme una moto de segunda mano que me llevara a todos lados y aún me sobraba para ahorrar.

Hacía treinta y dos años que no me subía en una moto. Con dieciocho años tuve un accidente que casi me cuesta la vida. Me extirparon el bazo y tuve una rehabilitación lenta y costosa. Desde el accidente, las motos se prohibieron en casa de mis padres. Además les agarré un pánico incontrolable. Pero aún así era tentador intentarlo de nuevo. Desde pequeño siempre me gustaron las motos. Mi abuela me contaba que, siendo un bebé, me agitaba en sus brazos cada vez que veía una aparcada y no paraba hasta que me subía en ella.
No sé si será algo genético. Mi bisabuelo y mi abuelo era pilotos “profesionales”. Mi bisabuelo fue representante de la marca Indian (una moto mítica que no sé si sigue fabricandose).

El caso es que me compré una moto.

La primera semana la dediqué a sentarme sobre ella y dar vueltas entre las columnas de mi garaje. Salir a la calle no era una opción, pero la rendición tampoco lo era. La segunda semana, de madrugada, cuando el tráfico era casi inexistente empecé a dar vueltas por el barrio, tan sólo unas pocas vueltas a la manzana.

A día de hoy llevo ya dos años con mi moto y hasta me atrevo a salir a la carretera con ella.

¿Soy un optimista recalcitrante si pienso que la enfermedad trae cosas buenas como recuperar la sensación de libertad sobre una motocicleta? ¿Soy un iluso? ¿Soy un ingenuo? ¿Soy un soñador? Es posible, pero encontrar el para qué suceden las cosas me parece un ejercicio de salud mental importantísimo en la recuperación de la salud física. Y en este caso un para qué he enfermado podría obtener como respuesta: Para superar uno de mis miedos y volver a subir a una moto.

Los miedos continuados nos enferman, pero de ese tema hablaré otro día. Hoy estoy demasiado cansado y no quiero cruzar la delgada linea roja que separa lo que quiero hacer de lo que puedo hacer.

Me voy a tumbar un rato. Por la tarde me daré una vuelta en moto para sentir el viento en la cara, el viento que me recuerda que soy libre para elegir la paz, la fe y la serenidad aunque haya dolor y fatiga.

miércoles, 12 de agosto de 2015

Guardar silencio

Todo acontecimiento sucede en el silencio primigenio, como todo objeto necesita un vacío que ocupar para existir.
Toda nota musical necesita un silencio anterior y uno posterior para poder ser nota musical.
Podría escribir kilómetros sobre la necesidad del silencio, un silencio que, por otro lado, muchas veces, lo confieso, yo tampoco consigo. No todo lo que sé logro experimentarlo. ¿Por qué? Porque lo sé desde el intelecto, no desde la experiencia.
No es lo mismo pensar que lo sabes que saberlo.
El intelecto, la comprensión intelectual, es un verdadero impedimento para poder vivir en plenitud. La mente sirve para organizar (por ejemplo, los pasos a dar para hacer un huevo frito), pero es una trampa si se pone a juzgar (por ejemplo, cómo me ha salido el anterior huevo frito).

Si un jugador de baloncesto, cada vez que lanza un triple, se parase a pensar en cómo mover la muñeca para trazar una parábola teniendo en cuenta la fuerza de la gravedad y la presión atmosférica del entorno, no encestaría ni una. Es más, no tendría tiempo de lanzar el balón porque el defensor se le echaría encima. Los jugadores profesionales de baloncesto lanzan sin pensar. Unas veces aciertan y otras no. Sólo lanzan porque saben que saben hacerlo. Lo hacen desde el silencio del intelecto. Lo hacen desde el presente del instante. No hay otra.

Como Morféo le dice a Neo en “Matrix”: “No pienses en golpearme y golpéame”.

Contaré un cuento que una vez escuché no recuerdo dónde. Creo que clarificará mejor el papel del silencio. Estoy hablando demasiado desde el intelecto.

Erase una vez un monje que quería alcanzar la iluminación (vaya, como todos los monjes y, en algún caso, como los que no somos monjes). Tal era la necesidad de alcanzarla que se pasaba el día llamando a Dios y le decía:

Dios mío te llamo a todas horas, pero Tú no me contestas. Te llamo en las montañas y en los valles. Te llamo al despertar y al acostarme. Te llamo en las comidas y en los ayunos. Te llamo mientras trabajo el huerto. Te llamo mientras atiendo a los enfermos, pero aquí estoy sin recibir ninguna señal tuya.

El monje estuvo lustros llamando a Dios. Envejeció llamando a Dios.

Tras muchos años de intentarlo, llegó un día en que el monje perdió toda esperanza y renunció a escuchar la voz de Dios.
Ese mismo día, mientras fregaba los platos, Dios se presentó en la cocina del monasterio.

El monje le increpó:

Oh, Dios mío: ¿por qué no contestabas? Te he llamado a todas horas durante años. Te llamaba insistentemente, pero Tú me ignorabas. No paraba de llamar, pero Tú no me hacías caso.

Entonces Dios le contestó:

Sí, yo también te llamaba, pero estabas siempre comunicando”.


Podría seguir hablando sobre el silencio pero, ¿para qué?

viernes, 7 de agosto de 2015

El turno

Vivimos esperando el milagro cuando el milagro, si guardamos silencio, siempre está ahí.
Lo sé, la palabra milagro está bastante denostada por toda la implicación que tiene con el catolicismo en el que hemos crecido. Pero seamos sensatos; desvistamos el concepto milagro de su pesado manto santificado y abramos la mente que, os lo aseguro, no caeremos en un abismo de creencias dogmáticas.

A la vida le gusta jugar un poco, le gusta poner a prueba nuestra capacidad de observación. Cuántas veces nos hemos preguntado: ¿cuándo tendré un trabajo decente?, ¿cuándo me querrá alguien?, ¿cuándo me entenderán?, ¿cuándo seré feliz?

Tengo dos noticias, una buena y otra mala (o no tan mala):

La primera es que YA somos felices.
La segunda es que estamos ciegos y sordos. No sabemos ver ni escuchar que YA somos felices.

Estamos siempre esperando nuestro momento de ser felices, y ese momento parece no llegar nunca cuando, en realidad, ya está ahí. Es como haber cogido número para comprar en la pescadería unas gambas el 24 de diciembre y nunca llegase nuestro turno. Mientras esperamos, las gambas se van acabando porque el resto de clientes se las llevan a capazos. Entonces adelantamos la catástrofe: “Cuando llegue mi turno ya no quedarán gambas”. Lo que no vemos, y sobre todo no disfrutamos, es la contemplación serena del conjunto de la pescadería. No vemos unas preciosas doradas, unas jugosas caballas o unos suculentos mejillones. 
No: yo quiero gambas, y si no son gambas no seré feliz.
A los vegetarianos les sugiero que cambien las gambas por puerros, las doradas por coliflores y las caballas por zanahorias.

La vida jamás sucede en el peso de los acontecimientos pasados (peso que, por otro lado, nosotros le otorgamos), ni tampoco en el adelanto de la catástrofe futura.
La vida sucede ahora, en el disfrute de la contemplación. Sin juicios, sin conceptos, sin esperanza (ojo: no es lo mismo esperar que estar esperanzado).

Todavía no he conocido ni una persona (y me incluyo) que adelante hechos maravillosos.

-Tengo la capacidad de X y sé que llegará.

En nuestra mente sucede algo más parecido a:

-Me gustaría que sucediera X, pero es tan difícil que no creo que llegue nunca.

Y lo que no sabemos es que el pensamiento previo siempre genera los acontecimientos subsiguientes.
Para los más escépticos cambiaré la frase y la transformaré en:

El pensamiento previo favorece que sucedan ciertas cosas y no otras”

Nunca hablo de creencias o suposiciones. Hablo de cosas que he experimentado en mi mismo. Y tengo la firme convicción de que tú y yo somos lo mismo expresado en distinta forma. Por lo tanto, si me pasa a mi te puede pasar a ti.
Otra cosa es que no quieras o no puedas verlo. Lo único necesario es que ese todo, expresado en ti (no en lo que tú crees que eres sino en ti) se convenza de que es así.

Somos capaces de “casi” cualquier cosa en este tramo de tiempo que se nos ha concedido y que llamamos vida. El casi lo pongo entre comillas para que nadie me acuse de ingenuo. Es evidente que una persona que mida 1,50 metros jamás llegará a jugar en la liga norteamericana de baloncesto. Pero la pregunta es: ¿es necesario jugar en la liga norteamericana de baloncesto? o ¿qué puedo hacer con mis 1,50 metros de altura? Y ahí se abre un abanico de posibilidades tan amplio, que tanta felicidad causa vértigo.

Esperemos nuestro turno. O no, no esperemos nuestro turno. Nuestro turno es ahora.

viernes, 31 de julio de 2015

Los límites

El otro día hablaba en un artículo sobre los límites. No volveré sobre el tema, tan sólo quiero compartir un nuevo ejemplo de límites bien aprovechados.
El tipo que váis a escuchar a continuación toca la guitarra con una sola cuerda (seguro que no tiene pasta para comprar las otras cinco) y, sin embargo, hace lo que hace.
Yo, la verdad, le daba un Grammy ahora mismo.

La gota malaya

La gota malaya es una técnica de tortura consistente en colocar al torturado en una habitación cerrada, tumbado boca arriba, atado en sus extremidades y fijada su cabeza para que no pueda girarla. El torturador deja caer constantemente, cada pocos segundos y durante días, una gota sobre su frente, de manera que el torturado no puede dormir y ni tan siquiera puede beber el agua que cae sobre él. Los efectos, a muy corto plazo, son devastadores psicológicamente, produciéndose incluso, en ciertas ocasiones, la muerte por paro cardíaco.

Pero no quiero hablar de técnicas de tortura, no vaya a ser que a algún lector se le ocurra aplicarlas cuando llame a su puerta, dada la situación económica que vivimos, el cobrador del frac.

Quiero hablar sobre la queja (un tema muy interesante que me propuso una amiga).
La queja, disciplina “deportiva” que todos practicamos en nuestro día a día, funciona como la gota malaya. Tenemos una variedad infinita de quejas.
Pondré algunos ejemplos:

- Mis vecinos son lo peor.
- Mi pareja no me escucha.
- Mi jefe me hace la vida imposible.
- Esta ciudad es una mierda.
- Los alimentos transgénicos van a acabar con nosotros.
- Nadie valora mi trabajo.
- Me están saliendo unos michelines horrorosos.
- La programación televisiva es espeluznante.
- Me gustaría ir a correr algún día, pero soy tan perezoso.
- La culpa de todo la tiene Mariano Rajoy.
- La culpa de todo la tiene el FMI.
- Y bla, bla, bla, bla, bla...

No dudo que muchas de estas afirmaciones hasta pueden ser ciertas, pero sé que la queja constante no va a cambiar aquello que tanto nos molesta. La gota malaya nunca fue muy útil en nuestra vida.

Existe otra variante de queja todavía más sutil ya que pone todo el énfasis en un de futuro mejor que nunca llega.
Vamos a trabajar los mismos ejemplos anteriores:

- Si mis vecinos fueran mejores yo sería más feliz.
- Si mi pareja me escuchara nuestra relación funcionaría mejor.
- Si mi jefe no me hiciera la vida imposible trabajaría mejor.
- Si esta ciudad no fuera una mierda no estaría pensando en emigrar.
- Si no existieran los alimentos transgénicos nuestra alimentación sería más sana.
- Si valoraran mi trabajo iría con agrado a la oficina.
- Si no tuviera estos michelines no me detestaría.
- Si la televisión fuera mejor, todos tendríamos más cultura.
- Si no fuera tan perezoso haría deporte.
- Si cambiara el gobierno todo iría mejor.
- Si nos cargáramos al FMI el planeta sería más justo.
- Y bla, bla, bla, bla, bla...

Entonces llega alguien y te hace preguntas:

-¿Por qué no hablas con los vecinos?
-¿Por qué no se lo comentas a tu pareja?
-¿Por qué no te reúnes con tu jefe?
-¿Por qué no emigras?
-¿Por qué no compras alimentos ecológicos?
- ¿Por qué no empiezas a correr?
-¿Por qué no desconectas la tele?
- Y bla, bla, bla ,bla, bla...

Y por arte de magia el “si” (“Si mis vecinos fueran mejores...”), se convierte en un “Y si...” o un “Es que...”. Es decir, la gota malaya sigue haciendo camino.
Veamos ejemplos:

-¿Y si hablo con mis vecinos y la cosa se pone peor?
-¿Y si hablo con mi pareja y no me hace caso?
-¿Y si me reúno con mi jefe y me despide?
-¿Y si me voy a Alemania y tampoco consigo trabajo?
-¿Y si empiezo a correr y me hago un esguince? Es que hace tanto tiempo que no
corro.
- Y bla, bla, bla, bla, bla...

Es un hecho: la gota malaya cae sobre nuestra cabeza todos los días. Lo que no sabemos es que el grifo que cierra ese goteo incesante está al alcance de nuestra mano. Y ese grifo no tiene forma de pensamiento, tiene forma de acción.

-Hablo con mis vecinos.
-Hablo con mi pareja.
-Hablo con mi jefe.
-Hago deporte.
-Como más sano.
-No veo tele basura.
- Y bla, bla, bla, bla, bla...

Todo cambio empieza en una acción.
Teorizar mola (que me lo digan a mi que estoy escribiendo estas palabras), pero hacer mola mucho más. Eso sí: sin esperar la recompensa deseada. Los resultados pueden llegar o no. Es más; casi seguro que los cambios no serán los deseados porque queremos que sean inmediatos, y en la vida las cosas suelen suceder poco a poco (al menos en el tema de los michelines).

Sólo de nosotros dependerá no entrar en el bucle de:
Lo ves, te lo había dicho...”.







































Edison hizo 1.047 pruebas para inventar la bombilla eléctrica. Le explotaron todas hasta que llegó la 1.048. Esa no explotó.
Los ayudantes se marchaban frustrados ante los "fracasos".
Uno de esos ayudantes, cuando llevaban 1.000 intentos, le preguntó:

-Sr. Edison, ¿no se siente frustrado ante tanto fracaso?

Y Edison le contestó:

- En absoluto; ya sé 1.000 formas de cómo no hacer funcionar una bombilla.

La queja es una elección.
La felicidad también.